Más allá de los conceptos habituales
Desde su entrada en el dojo, el alumno de aikido se enfrenta sin demoras con conceptos, términos y explicaciones cuya significación se le escapa. Sobre los tatamis, el ceremonial, los ejercicios para la adquisición de una buena condición física y mental que preceden siempre la sesión de entrenamiento, los despiertan. Durante el curso de aprendizaje de la técnica propiamente dicha no se plantea nunca la cuestión de la fuerza o la robustez, y la eficacia del movimiento que se le muestra y se le enseña está siempre vinculado con la personalidad del nage, con el «kokyu» que posee y que logró, al cabo de largos años de práctica, desarrollar en él. Finalmente aprende que el «kokyu», piedra angular de la eficacia, sólo debe su existencia en cada uno de nosotros tanto al conocimiento y al dominio del hara y del ki como a la potencia de la técnica de combate.
Quizás el principiante, al ver al maestro cómodo y sonriente en medio de todos los atacantes, asociará todaviá su eficacia con su veteranía, su técnica, su sentido del combate o sencillamente su capacidad física para arrojar a todos los que no pueden manejar sus músculos entrenados, ni su fuerza para sujetarlo -o, cuando menos, intentar hacerlo- y que, inevitablemente se verán arrebatados como por un torbellino, proyectados sin tener tiempo de reaccionar o siquiera accionar. Sin duda durante el curso de ese espectáculo, ese mismo principiante razonará de la manera habitual alimentando sus razonamientos con ecuaciones como las siguientes:
Músculos + Entrenamiento | = Fuerza |
Rapidez + Flexibilidad | = Facilidad en la esquiva |
Hábitos de combate | = Eficacia |
pero lo que no comprenderá es que la rapidez del desplazamiento, la precisión de la esquiva del nage, su vivacidad de movimiento y la facilidad que tiene para deshacerse de uno o varios atacantes sólo son consecuencias de la movilidad de su cuerpo o perfectamente equilibrado y distendido, y de su espíritu, perfectamente estable y disponible. Más que al hábito de los ataques y a la fuerza de sus músculos, el experto en aikido debe la precisión de su esquiva y la rapidez de su despazamiento a la flexibilidad de su cuerpo -por cierto, siempre dispuesto- y a la serenidad de su espíritu, siempre en condiciones de ver el ataque en curso, adivinar los que se preparan, adelantarse a los que vacilan con el fin de controlarlos mejor y mantenerse dueño del espacio en el que podría surgir la agresividad.
Más que a la fuerza de sus músculos y al poderío de su técnica, el experto en aikido debe la facilidad que tiene para desembarazarse de sus adversarios a la delizadeza y a la fluidez de sus ademanes y al redondeo de sus movimientos, siempre teñidos de benevolencia frente a los ataques del contricante.
Disponibilidad, movilidad corporal y mental, flexibilidad del cuerpo, serenidad de espíritu, precisión en el ademán y claridad en la percepción forman parte de las cualidades exigidas para el aprendizaje de cualquier arte marcial si está orientado hacia el bienestar individual y la concordia. Antes que la potencia muscular, antes que la perfección de la técnica, estas cualidades hacen al practicante capaz de apreciar con rapidez y calma toda situación aun cuando sea ésta alienante, decidir simultáneamente la acción por seguir y su ejecución instantánea de manera coherente y eficaz. Así como el guerrero de antaño debía acceder a esta especie de plataforma psicológica de estabilidad mental a partir de la cual el dominio total que tenía de su comportamiento le permitía, entre otras cosas, enfrentar cotidianamente la muerte sin angustia ni miedo, el practicante debe ante todo intentar el dominio de sí más perfecto antes de empeñarse en la técnica y el combate, que no debería ser para él en estos tiempos de paz sino la ocasión de obtener coherencia y solidez. Pero demasiado impaciente por salir con bien, vencer o parecer, el hombre occidental actual descuida el conocimiento de sí y sus virtualidades para, tarde o temprano, romperse cuerpo y alma en el combate y ello, de manera irreversible. Mientras que el guerrero samurai consagraba quizá más tiempo a entrenar su espíritu, a volver más estrecho el control que ejercía sobre sí mismo que al manejo de sable, el futuro campeón de un arte marcial convertido en deporte se fabrica, al abrigo de las miradas indiscretas, una técnica propia y ¿por qué no? en función de los defectos o las debilidades que haya podido advertir en sus adversarios… ¡para sorprenderlo!
Como todo arte marcial, el aikido, en tanto que método de salvaguardia personal, sólo tiene su razón de ser y su valor en que permite a sus adeptos adaptarse física y corporalmente a un universo constituido de fricciones, violencia y agresiones directas o perniciosas, sin recurrir ellos mismos a argumentos idénticos.
En esta etapa, su eficacia se mide en función de las capacidades adaptativas del cuerpo que permite adquirir, desarrollar y afinar. Pero le harán falta años de práctica al neófito ávido de buen éxito para darse cuenta algún día de que detrás de la eficacia física que, en apariencia, regla las funciones de agresión y de defensa, que el aikido implica en todo momento actos cuya ejecución se determina por la iniciativa y no por el instinto o el hábito. Es de esperar entonces que para él se despejará la ambigüedad del aikido practicando y enseñando en calidad de arte marcial en un espíritu de paz, en la perspectiva de una fraternidad universal. Comprenderá poco a poco que la especificidad, la originalidad del aikido consiste no en imponer su propia técnica, en vencer a los demás, sino en permitir que el que es experto en él tenga la posibilidad de pensar en que puede o no aniquilar al o a los atacantes. Ese «poder» no hacer no pertenece ya al dominio de las capacidades físicas o técnicas, sino que se sitúa en un nivel más abstracto -más mental- de la alternativa, de actuar o no actuar, o aun de actuar de acuerdo con la propia naturaleza o con los imperativos morales, una ética propia del aikido y fijada por el maestro Morihei Ueshiba.
Nunca en este universo particular del dojo del aikido donde los individuos se empeñan en actividades de agresión y defensa, la naturaleza le llevará la delantera a la cultura ni se le impondrá; cuando menos debemos esperarlo deseando que el aikido siga siendo lo que es, al margen de las actividades deportivas esencialemente físicas y desintelectualizadas. Sean capaces de velar por ello los maestros conscientes de su papel y su ejemplo.
En este aspecto el aikido merece ampliamente ser considerado disciplina del comportamiento más que deporte, apelación ante la que se muestra algo reticente, pues conoce el proceso limitador que implican a la vez la concepción actual del deporte y su función en la sociedad. El aikido no otorga un papel primordial a la técnica y a los fines a que puede accederse con ella. Su enseñanza consagra un lugar muy destacado a la búsqueda de sí mismo, a la adquisición del dominio del comportamiento, tan necesario cuando se propone uno controlar a los demás o, simplemente, vivir entre ellos, con ellos, y dominar una situación de agresión. Con ese fin emprende las vías seguidas por los maestros de armas de Japón de antaño y que perpetúan todavía los que comprenden la utilidad y el valor de las teorías antiguas que se han aventurado en un mundo enloquecido por las novedades y los cambios.
AIKIDO – UN ARTE MARCIAL (Acceso a otro modo de ser)
André Protin
Ed. OCEANO (Colección Universo Interior)